Una vez, no hace mucho tiempo, había
una chica feliz que habitaba en una pequeña ciudad sin nombre en medio de ningún
lado.
Por aquel entonces esa chica era feliz.
Compartía su vida con sus amigos, sacaba buenas notas y tenía todo lo que
quería.
Mimada desde la cuna, orgullosa… pero
simpática, agradable y amable con la gente que la quería y rodeaba.
Hacía lo que fuese por quien fuese, y
no podía estar enfadada con alguien más de dos minutos.
Un día, se fue de viaje a una gran
ciudad con un nombre de luces y allí conoció a quien la completaba como persona
de verdad.
Para ella, estar con él era como estar
en una nube… como en una pompa que jamás
explota.
Después de mucho tiempo sentía
mariposas en el estomago, se ruborizaba cada vez que el nombre de aquel chico
era pronunciado, se ponía nerviosa solo con pensar en él… Ella creía que era él
y nadie más.
Él era tan bonito y bueno como los
ángeles, tan dulce como el algodón de azúcar, era tan atento… tan perfecto…
Como siempre había pasado ella tuvo
suerte y él la quería.
Una noche, una sola noche. Ese era
todo el tiempo que tenían, al día siguiente ella volvería a su ciudad sin
nombre y el estaría a miles de kilómetros de ella.
Mantuvieron el contacto al volver, y él le propuso que estuvieran juntos, y ella
aceptó.
A pesar de la distancia se mantenían
fieles el uno al otro.
Un día él le dijo a ella: “Aun pienso que
voy a abrir la puerta y voy a encontrarte ahí, con esos ojos mirándome, pero
cada vez que abro la puerta no estás. Me gustaría ser un pájaro para poder ir volando
hasta ti, pero cuando te sientas sola, mira a aquella estrella que tú y yo
sabemos y piensa en mí, así estaré contigo por las noches. Te echo de menos”
Pasó el tiempo y la distancia se hizo
tan insoportable que la feliz pareja tuvo que tomar una difícil decisión,
dejarlo.
Ambo se amaban como no lo habían hecho
nunca, pero el dolor era tan intenso que la ruptura sería la mejor cura.
Ella no ha parado de mirar esa
estrella cada noche.
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